lunes, 31 de diciembre de 2007

El último día

Allí, una Cruz desnuda. Junto a ella, lo mismo de siempre, en parejas acoladas dos señores de negro ruán, otros tantos de morado con señorial capa blanca, seguían dos con túnica negras y cíngulo de esparto y terminaban otros con aterciopeladas túnicas de esperanza. Yo estaba frente a ellos, con una túnica roja que me envolvía. Roja por el dolor y el pecado, por la fugacidad de la vida.

El lugar, el más bellos de los nimbos jamás imaginados. Sobre la Cruz, Ella, la misma de siempre, la que fue soñada mil veces y ahora era realidad, una Virgen vestida de sol y coronada de estrellas cientos de veces descrita en otros artículos.

Los primeros señores, los del rúan, tenían para mí un escudo de cinco cruces y una túnica como la de ellos. Los siguientes, un cíngulo blanco y una dalmática celeste. Los que proseguían, un roquete y una cruz de madera. Los últimos, un canto de amor y un ancla.

Miraba a mi alrededor y me sonaban las caras. Me pareció ver a un tal Agustín de Hipona junto a Tomás, el dominico. Frente a ellos, Francisco con el viejecito de Alpandeire y Antonio. Más al fondo, detrás de los nazarenos, Ignacio. Junto a la Virgen, la zapatera sevillana con Rita, la de Casia. Todos estaban allí, a los que tantas veces les recé, a los que tantas veces les pedí.

Al verme arrodillado, me di cuenta que estaba en los últimos momentos y recordé aquel cuadro de Valdés Leal en el Hospital de Mañara. El tiempo pasaba y todo terminaba. Ahora estaba en el juicio primero.

Hoy, es 31 de Diciembre. El año termina. Lo que no hayamos hecho, quizá tengamos tiempo de hacerlo o no. Vivir de acuerdo a nuestros ideales, de forma coherente y a tope, para cuando estemos en ese juicio descrito, podamos mirar a la Cruz con el mismo amor que quien por nosotros murió en Ella.

Feliz Año.

sábado, 15 de diciembre de 2007

La ciudad

Después de haber paseado y recorrido calles que su nombre lo dicen todo, de haber musitado coplas en diciembre, de haber soñado rincones en primavera cuando aún era otoño. Después subir hasta la torre más fuerte y haber conversado con Santa Juana sobre el olor de las azucenas; después de sentarme a tus pies a esperarte, Madre, y sentir que llegas en Esperanza días más tarde; de haber bajado hasta los recónditos pasillos donde reposan los más nobles entre los escogidos.
¿Qué queda después de todo eso?...nada, solo un suspiro, un añejo recuerdo de un momento al borde de un abismo, el del olvido que se escapa entre las primeras luces que resquebrajan el invierno dando paso al color celestial de un estadio donde solo cabe más belleza si pudiera ser para un escenario inigualable. Se oyen silencios de la catedral del toreo, donde aun se imaginan duelos entre Joselito y Belmonte; de escuchar el canto más dulce, una sevillana, mientras al compás de los sentidos la noche camina en busca de un páramo donde contemplar tan digno lugar.
No es que yo lo diga, porque lo dice Gala, el problema no es que los sevillanos pensemos que tenemos la ciudad más bonita del mundo, es que, seguramente, tengamos razón...

sábado, 8 de diciembre de 2007

Purísima Inmaculada


Comenzaba el Padre Ignacio en su pregón diciendo: 'Fue en Sevilla. Sí, fue en Sevilla'. Y me pregunto, quizá , cómo podría haber sido en otro sitio.
Hoy he salido a beber de la fuente de la pureza de la que mana el resplandor constante del sol. Al ponerse la luna, enluté mi alma de inmaculado voto y sobre mi pecho estampé cinco cruces de sangre y fuego, timbradas de pontificia tiara y orladas con el color del cielo.
Tomé aire hondo y empapé mis pulmones con ese aroma a vainilla y castañas que impregna la brisa, que juguetea entre los adoquines, que se desliza serpenteando como el agua entre las llagas del aparejo del suelo. Y como si de un trampolín se tratará, salté sobre la nube de un sueño. Y era Sevilla, vestida de azul y plata, de pureza y amor, de valle y socorro, de soledad y tristeza.
Hoy he salido a mirarme en el espejo de la belleza que deslumbra cada rincón, cada atrio, cada cancel de cada iglesia. Y desde sus puertas, alegría muestran sus púlpitos de amor donde el verbo se hizo carne, donde se pronunció por vez primera la consagración divina de la Madre de Dios.
Salté fuerte y tuve fe. Y allí, sobre el cielo, ocho querubines me arroparon con un paño cosido a puntales inmaculistas, pues llevaba el nombre de María preguntando quién como Ella, la Madre Dios sin pecado concebida. Poco a poco, me fueron bajando y dónde fui a caer, a las plantas de un Dulcísimo Nazareno, que ya no tiene sangre en sus llagas porque unos hombres buenos dieron la suya para defender a su Madre.
Tuve también miedo, y vino a recogerme la Soledad. Ya no sonaba nada, solo el silencio se oía pasear al final de la calle que por nombre lleva el de un santo cardenal. Sus pasos eran contados por notas celestiales y resguardaba a la soledad del frío de la noche, la dulzura perpetua de ocho cirios y una espada, que desnuda al viento, cortaban el velo que cubría la tristeza del abismo.
Hoy he salido a buscarLa y no sabía dónde encontrarLa. No sabía si bajar al valle del amor o subir hasta el trono de una pastora divina, si marchar en busca de la soledad, la tristeza y el dolor o si caminar junto al repicar constante de una campana que tañe himnos de gloria sobre el patio de esta ciudad, si adentrarme en una sagrada capilla donde se guardan los resquicios de una eterna madrugá, no sabía si vestirme de servidor papal y rendirme a sus plantas como un nazareno más.
Finalmente, al recostar mi alma en un páramo de dulzura y sencillez Te encontré. Estabas allí y yo no te veía, y aunque tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, me di cuenta que Tú estabas dentro mí y yo, por fuera te buscaba con amor y ansiedad. Estabas allí, sobre un escultor, un cura, un pintor y un escritor, sobre una triunfal torre a los pies de la torre más fuerte, el Nombre de Dios, y desde allí, te ame. Estabas vestida de sol, coronada por doce estrellas y la luna a tus pies.
En aquel momento, deslicé la cola del brazo y me senté a tus pies, tranquilamente, esperando a que algún día, reina de mis sueños, bajaras a buscar a este triste nazareno, ya sin cartonera y antifaz que descansa a tus plantas, Purísima Inmaculada, a la puerta del cielo.

martes, 4 de diciembre de 2007

La Cruz


En aquel momento, al oír mi nombre, todo cambió. El secretario sostenía en su antebrazo delicadamente la cola mientras con la otra aguantaba los papales que le dictaban el nombre de cada nazareno de Sevilla. Junto a él, un ayudante le daba luz bajo la luna de Pescevere con una vela morada, como si no.
Los minutos pasaban lentamente y ya, delante de mí, podía verla. Noble madera de Getsemaní, en asta cruzada perfectamente. La poca luz que había dentro de la capilla destellaba en la plata de las demás cruces mientras ella se alzaba potente sobre la cartonera de un sencillo nazareno, el primer penitente de la cofradía.
Hasta el atrio del amor
y con manos prestadas
llega proclamada
la señal de salvación,
el signo de veneración
y de la sangre derramada
por el Nazareno Redentor.
De allí será sacada
entre silencios clamorosos,
entre quejíos y sollozos
de las almas conquistadas
por la Cruz que va alzada
entre nazarenos numerosos
de una cofradía enlutada.